El escritor suizo Hans Grapp, incluyó en su libro “Inventur/ Inventario” (1871), un poema titulado “La lluvia que me habita”; en él, desgranaba, con tono confesional, las dichas y desdichas de haber vivido y crecido en un país donde el sol es más excepción que costumbre: “Y verse, cada día,/ cubierto por los grises cielos,/ por las sombrías luces/ que empapan las pupilas y los párpados/ deuna lluvia tenaz,/ lastimaday duradera”.
Y recuerdo, ahora, estos versos, tras la atenta lectura de “La lluvia” (Renacimiento. Colección Calle del Aire. 2013), el nuevo poemario de Antonio Rivero Taravillo.
Este melillense del 63, narrador, ensayista, ávido y espléndido traductor, afincado desde su infancia en Sevilla, alcanza ahora su cuarta entrega lírica. Cincuenta y dos poemas, donde el agua se convierte en el haz y el envés de su conjunto de dolores y dichas, de anhelos y pasiones, de memorias y misterios.
Con un ritmo pulcro y fluido, Rivero Taravillo se adentra en ese insondable atlas que es la existencia y retrata con verso certero el ayer y el mañana de su propio acontecer: “La vida/ es esa biografía autorizada/ que tolera la muerte”. Mas, previo a ese mortal fenecimiento, hay un tiempo que compartir y constatar, un espacio que rellenar con instantes corazonados, con la celebración de saberse querido y amante: "somos dos amebas amándose /porque sí y por amor/ antes de separarse en otras nuevas".
Dividido en cuatro apartados, los dos primeros, “Acuarelas” y “Lluvia de oriente”, son los más breves del volumen, y en los que el yo lírico se afana en dar cuenta de cómo la lluvia es también río de la memoria (“Bajo gotas que manan del pasado/ rebosan los poros del recuerdo,/ y enjugan, lavan, borran, purifican”), manantial por el que el hombre pretende nadar a contracorriente y convertir lo efímeroen caudal de lo eterno.Lluvia, sí -“árbol genealógico de la vida,/ empapadas dinastías/ del recuerdo que vuelve”-, agua clara que redime la sed de los días oscuros, donde todo lo celestial es pasajero, y de cuyos enigmasnace la feraz y luminosa constancia de los días.
En su tercera parte, “Aguafuertes”, la palabra del poeta se agranda, se despliega de forma más extensa y en cierto modo evita la esencialidad y voluntario adelgazamiento de su decir, si bien, su filiación por lo oriental y por el haiku, lo llevan a incluir algún que otro ejemplo: “Un mirlo pasa./ En los ojos del gato/ cazo su vuelo”.
Y caben, también, en estos cromáticos aguafuertes, antiguas batallas de infancia, sus primeras y despiadadas gafas, un viejo calendario con vírgenes y santos…; o lo que es lo mismo, los inevitables efectos del paso del tiempo.
“Sed”, sirve como coda, y redondea este unitario círculo de sugeridora y buena poesía. En ella, el poeta respira profundamente desde sus dentros, y de nuevo, la acordanza, cobra protagonismo (“lo próximo se funde en lo remoto”), y como en el citado poema de Grapp, aquella lluvia tenaz y duradera, se torna solidaria y alcanza hasta las dos espléndidas y celebratorias elegías -“Instantánea de M., ya eterna” y “Casa de cambio”-, que ponen punto y final a este límpido y evocador volumen.