Sin duda que se recordará la semifinal del pasado miércoles del Premio Jaén de Piano como uno de los días de mayor enriquecimiento y provecho cultural en esta jironada ciudad, diría que en años. Y será difícil borrarla de la memoria, pues el choque de trenes pianísticos del que fuimos testigos unos cuantos atrincherados en el Infanta Leonor, pareció semejarse a un ejercicio desatado de virtuosa ensoñación sonora.
A uno se le eriza el vello cuando tras un buceo por Youtube contempla a la finalista y gran favorita de hoy, Anastasia Rizikov, tocando con sus trenzas de siete años en el Concurso Horowitz de Kiev, con un desparpajo y un descaro reservado solo a los amados por los dioses. Esos que la caprichosa naturaleza los trae a nuestro mundo atados a un don. Uno puede verla crecer a golpe de ratón. Con nueve años tocando Bach, con doce Liszt, con catorce Ravel y esta semana con apenas dieciséis, ejecutando en nuestra capital un repertorio digno de un solista metido de lleno en su etapa de madurez creativa.
Esta adolescente parece cumplir los años artísticos a la misma velocidad que un perro pasa por este mundo. Y lo mejor de todo, esos tiempos de exitosas exhibiciones circenses y vacíos espectáculos de papagayos parecen haber quedado enterrados. La niña, al fin, se ha hecho mujer.
Aunque su nombre delata sus genes eslavos, su cuna está ubicada en Toronto, curiosamente la ciudad que vio nacer y morir a uno de los más fascinantes e insondables pianistas del siglo pasado, Glenn Gould, del que parece haber absorbido, tanto su manera de moverse y auto dirigirse en el teclado, como ese afán (legítimo) de que la personalidad del solista prevalezca incluso sobre la del propio compositor. Arrolladora, fastuosa y vibrante su lectura de los “Cuadros” de Mussorgsky, con un “Il vecchio castello” digno de entrar en las páginas doradas de este premio.
En la “Ondine”, de ese obelisco que es el “Gaspard de la Nuit” raveliano, algunos oyentes de las primeras filas parecían mirarse las ropas, como si de repente se hubieran humedecido, ante ese continuo fluir acuoso que manaba del teclado. Anastasia parece como si no tocara frente a un Jurado, pues arriesga salvajemente hasta la última corchea de la partitura. Su talento (a veces insultante) está fuera de cualquier puntuación.
El único que aguantó su pugilístico envite fue el ruso Alexey Sychev, músico con dotes para poder robarle la cartera en la final de esta tarde. Su versión de ese compendio bíblico que es la Sonata de Liszt fue de antología. Un lujo impagable para esta edición.
Proveniente de esa fábrica de prodigios que es el moscovita Conservatorio Tchaikovsky, es un dignísimo heredero de la gloriosa y legendaria escuela soviética. Densidad, virtuosismo, expresividad, acordes amplios, cierto regusto por el “fortissimo” y una encantadora belleza en la línea de canto. Un Goliat dispuesto a ser derrotado hoy por un David de pelirroja cabellera.