Son tres los decenios que ha cumplido la World Wide Web que muchos confundimos con Internet. Es el encanto que tiene el vulgo, la superficialidad de lo sencillo, haciendo fácil lo que no es, aunque se desvíe un poco de la certeza. Es lo que ha ocurrido con el nacimiento del primer navegador y el sistema que hizo posible la creación de las páginas Web y la navegación como la entendemos ahora. A algunos nos sigue pareciendo milagroso que unas letras y un clic nos muestren el otro lado del mundo, que una pantalla más pequeña que un televisor sea una ventana que se abre al universo. Todo cuanto se diga suena a frase hecha, a tópico, a lugar común por culpa de los chips, como el Messenger, por ejemplo.
Hoy es un recuerdo que hace gracia por la distancia, diez, doce años, cuando lo instalamos en el ordenador para escribirnos con los hijos que se fueron a estudiar a otra ciudad. Ellos lo descubrieron unos cursos antes de terminar el colegio. Nosotros nos tuvimos que acostumbrar y lo hemos logrado, sobre todo desde que dio el salto al móvil. Hoy nadie se mueve sin WhatsApp, una aplicación que incluso sustituye al correo electrónico. Ni por un momento imaginamos nuestra rutina sin teléfono, ni nos planteamos el hueco en el bolso, en la encimera o en la mesa de noche. Por muchos propósitos de no dependencia que hagamos, es la vida la que depende del móvil, de la Web, de Internet.
Son treinta años, como hemos anotado, los que llevamos tecleando y leyendo en una pantalla. Es la edad en que un ser humano está en el umbral de la madurez y la serenidad, aunque ésta sea discutible. Y este trigésimo aniversario lo hemos celebrado con otra caída que nos ha dejado balanceándonos e uno de los millones de trapecios que cuelgan en el espacio virtual. Estos descalabros nos sirven para darnos cuenta de que falla hasta lo que no debe. Si el disgusto lleva a la desesperación de la gente de a pie, qué ocurrirá en esferas superiores.
Mejor no imaginarlo, mejor mirar atrás, cuando la pantalla era la de al tele en blanco y negro y al transistor había que desplegarle la antena para captar la frecuencia modulada llena de interferencias. O el teléfono en la pared, un invento increíble por el que se podía hablar a través de un cordón grueso que se deshilachaba, con un dial circular para marcar. Nuestros descendientes no lo han vivido. Nosotros tampoco nos alumbramos con velas ni viajamos en trenes de carbón, por lo que concluimos en que todo pasa por un estado embrionario, básico, que va mejorando en rendimiento y disminuyendo de tamaño según evoluciona, con un único fin: optimizar la vida, entre el conocimiento y el entretenimiento. Lo dicho, para desconectar, te conectas.