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Doñana

Doñana muestra una emocionante historia de éxito. Unos tipos se empeñaron contra todo sentido común en salvar esa bisagra entre Europa y África. Fue cuando...

Publicado: 13/10/2019 ·
22:41
· Actualizado: 13/10/2019 · 22:41
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Autor

Jorge Molina

Jorge Molina es periodista, escritor y guionista. Dirige el programa de radio sobre fútbol y cultura Pase de Página

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Una mirada a la fuerza sarcástica sobre lo que cualquier día ofrece Sevilla en las calles, es decir, en su alma

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Doñana muestra una emocionante historia de éxito. Unos tipos se empeñaron contra todo sentido común en salvar esa bisagra entre Europa y África. Fue cuando el Gobierno pagaba 15 pesetas por lince o águila muerta, alimañas al fin y al cabo ya que se comían a conejos y perdices, especies alimenticias; cuando se expropiaba para plantar árboles de madera rápida y arroz en un país devastado. Esos tipos empezaban a decir palabras como ecología, todavía hoy vilipendiada, incluso más que en los años 50. Españoles que no hallaron ningún apoyo en su país, sino en otros ornitólogos europeos. Gente concreta, selecta, digna de la mejor honra, que logró convertir el coto en parque nacional.

En esa historia de Doñana se incluye, como si tal cosa, la creación para salvar a nuestro bosque sagrado de WWF, hoy la mayor asociación de naturaleza mundial, de la que expulsaron al rey Juan Carlos -que le prestó útiles servicios de marketing durante el franquismo- por tirotear elefantes.

Pasado mañana cumple medio siglo el parque, y la emoción sigue viva, por más que haya que masticar paciencia y cabecear atónito ante tanta estulticia actual.

Doñana cuenta sus éxitos en especies -caso, sí, del lince- y en espacios mentales, como educadora de la opinión pública. Pero vive en el alambre por culpa de la codicia. El abuso agrícola e ilegal del agua; la obsesión por pespuntear el parque con una autovía; la reapertura prevista de la mina de Aznalcóllar; los alcaldes que no ven nunca más allá de sus lindes intelectuales, quiero decir locales; esas voces decimonónicas exigiendo urbanizaciones en las playas.

Dijo Caballero Bonald que a Doñana siempre la salvará de la avaricia depredadora su "poder sacral". Me arrimo a la sombra del gigantesco poeta andaluz para afianzar mi seguridad en que esos alcaldes, consejeros, empresarios, y tantos ciudadanos en suma, que siguen odiando la palabra ecología, no ganarán. Que nunca veremos esa última vuelta de tuerca en el potro de tortura del desarrollismo que provoque el colapso orgánico de Doñana.

Hasta los creyentes intuyen mosqueados que la divinidad a la que dan culto en Doñana no se halla dentro del hormigón encalado de la basílica rociera, sino al lado, en las someras aguas de La Rocina, mientras el sol las azulejea y el viento las riza. Como se comprueba en Sierra Nevada, Cabo de Gata, Cazorla... La Andalucía sagrada, auténtica, incuestionable. Que cada vez menos, pero tanta, nos queda. Dando vida a quienes se lo merecen, y a los indignos.

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