No habrá festejos taurinos este año. Pero el verdadero aficionado a los toros no se entristece porque vive de ensueños y recuerdos. Era también primavera, año 1920. Un siglo atrás. Un día fatídico. Dieciséis de mayo. En Talavera de la Reina, al comenzar la tarde, la arcilla endurecida de sus prestigiosas cerámicas, rompía relaciones con el albero para no ser cómplice de la tragedia que presagiaba. En el toreo, “el sino” se encarga de pasar el presentimiento a realidad. José Gómez Ortega Joselito El Gallo hizo todo lo posible por torear aquel día en esta ciudad y lo consiguió.
Lidiador inigualable. Sabio conocedor de su profesión, dominador de todos los tercios, veinticinco años y excelentes facultades. No ha habido torero más completo. Ante estas cualidades Bailaor, toro manso y bronco, cornicorto y de escaso peso, pero con cinco años de existencia, parecía que poco podría intimidar al diestro, aunque era rápido en la embestida y además burriciego. es decir, veía al lejos pero no en la corta distancia. Era el quinto de la tarde. Un descuido al ir a comentar con su banderillero, El Cuco, el defecto visual y cambiarse de mano los trastos, fue suficiente. Los cinco años de sapiencia del toro encontraron su objetivo, el cuerpo humano. Roto llegó a la enfermería y en San Gil, La Macarena dejo resbalar por sus mejillas lágrimas de dolor. El torero más sabio se ha había equivocado. Se equivocó en empecinarse en torear aquel día en Talavera. El aceptar una ganadería que no formaba parte del conjunto considerado elegido para la lidia. Pero el desacierto mayor estuvo - aunque hubo pareceres y opiniones muy diversas - en hacer caso omiso al defecto de visión y el considerar que el poco trapío del toro daba licencia para desentenderse de él, cruzar diálogo con su subalterno y perderle la cara. Máxime cuando venía señalado por una maldición, un grito que se escuchó en todo el graderío de la Plaza de Toros de Madrid el día anterior - y que actualmente se interpretaría como “delito de ódio” - al no estar acertado en su faena: -Ojalá mañana te mate un toro en Talavera.
Ha pasado un siglo. Estamos en la primavera del año 2020. El invierno nos ha dado un nuevo Gobierno. Progresista, liberal, con amplia representación femenina e instinto de superioridad. Tienen oponentes pero con acondroplasia electoral que les hace imposible llegar a su nivel.
Sumergido en el ambiente navideño, la noticia de una epidemia por un virus en zona muy alejada - Wuhan - apenas se le toma aprecio. Pero la mancha de aceite ha caído sobre el lienzo del mapamundi y no hay forma de evitar su expansión. El espíritu quijotesco no estuvo ausente. “Nuestra Sanidad es de las mejores del mundo”. El trapío del enemigo es ínfimo. No es posible que el daño que pueda producir pase de tener carácter leve.
Mientras la morbilidad y mortalidad del Covid19 crecía exponencialmente, nosotros estábamos empecinados en reunir el máximo número de manifestantes que abarrotaran las calles en defensa de los derechos de la mujer, cuyo voto hay que captar. Pero no éramos ajenos a la catástrofe que se avecinaba. Y ocurrió. Vinieron las prisas, los atropellos, la reclusión domiciliaria, los engaños y falsedades en la indumentaria de aislamiento y protección y como en la poesía que ensalzaba el 2 de Mayo de 1808 “al suelo le falta tierra para cubrir tanta tumba”.
No hay primavera. La ha reemplazado el cuarto de estar. Los perros han disfrutado de ella antes que nosotros. El virus desnuda las calles. El miedo se extiende sobre su asfalto. Las flores no abrazan las cruces de mayo. La estrategia preventiva, diagnóstica y terapéutica, va lentamente dando paso a la libertad y la salud se aferra a la esperanza.
Nos hemos equivocado en la empecinada soberbia de creernos los mejores sin analizar nuestros cimientos. En infravalorar al enemigo creyeéndole pequeño, de escasa presencia y malignidad. En anteponer criterios políticos y de rentabilidad electoral, dejando atrás la declaración de pandemia, que ya se conocía. Se actuó ciegamente y nos engañaron los tuertos. Los descuidos tienen alto precio. El eco de los aplausos del graderiío o no llegan a la enfermería o los sentidos, yertos, ya no son capaces de oírlos
La vida no se acaba, como no se acabó el toreo sin Josí, a pesar de la sentencia de El Guerra. Hay que alegrarse. Gracias al esfuerzo de todos, la luz comienza a brillar, aunque siempre hay destellos de “delitos de odio” y en el muro de un Templo Católico, una pintada diga: “La única Iglesia que ilumina es la que arde”.