Creía que iba a tener consideración con él. Llevaban tanto tiempo viviendo juntos. Pero no sabía mentir. Aquella mañana el espejo, como siempre, le dio una imagen perfecta de su anatomía. La vejez le había llegado para ser su amiga fiel hasta la despedida. Tenía un amigo invidente que en varias ocasiones le había escuchado decir que algún día haría añicos aquel espejo insensato. Y siempre le indicaba que antes de llevarlo a cabo se lo regalara. Ocurrió y aunque se acordó del amigo, pensó, para qué quiere un ciego un espejo.
Corrían los meses de diciembre y enero pasados. Nuestra Sanidad vivía un momento eminente. Se habían levantado voces comparándola con las mejores del mundo. Acercarse a su pedestal requería tener un amplio currículum. Alguien con extremada modestia le indicó que desde el continente asiático se había iniciado una pandemia. Aquí eso se erradica en un pis-pas, fue la respuesta. El espejo reflejaba la imagen de un Gran Capitán ajeno siempre a la derrota. En marzo un pueblo asustado se confina. Surge la alarma. El narcisismo se hunde. Se rompe la vida y la muerte hace añicos el espejo de miles de existencias. No existe mando, ni táctica guerrera. Los cañones se han humedecido, no teníamos pólvora de reserva y la que nos envían, a alto precio, no explosiona eficazmente. Los elegidos y responsables de la pandemia, se aferran a sus armas demagógicas. Los debates se desplazan a memorias históricas, deshumaciones, al “resistiré” escondido en casa, a balcones con nostalgia de escenarios y aplausos que nacieron conducidos y desparecieron de igual forma. Llegado el mes de mayo y con las escasas determinaciones que se hacían, “los economistas del poder” abren la mano, surge un falso optimismo que pretende retener al mundo turístico y la desescalada, es un rodar hacia el abismo. No hay luces. La ceguera ha emergido en aquellos que por su falta de visión, nunca debieron pisar un camino que precisaba tanto conocimiento y experiencia. El ciudadano se pregunta por qué tantos políticos invidentes. La imagen del espejo es una sucesión de féretros.
Se va septiembre. Un mes en el que los viñedos nos ofrecen los frutos que darán lugar al nacimiento de esos deleitosos caldos que la Consagración los hará sublimes. Pero no hay lugar para alegría. La amplia población contaminada ha perdido gusto y olfato. Nos enseñan que al prójimo, como si fuese una corriente eléctrica, no se toca, tratándole como a un enemigo del que debemos estar alejado y protegido con máscara. Se vive un naufragio a la inversa, porque aquí y ahora, es el capitán el que abandona el barco. El Jefe Supremo se inhibe y deja el mando de la pandemia en manos de compartimentos subordinados. Ha visto que hay posibilidades de sentarse en el puente de mando y ver cómo claudica con el grito de auxilio y socorro, los por él considerados, irremediables enemigos. Hay silencio, como dádiva, para los sometidos. La capital es plaza a conquistar y no hay mejor aliado que la creciente y temida contaminación. Además los contrarios a sus ideas, carecen de recursos suficientes porque la llave de la despensa está en su poder. Vuelve al mando. La capital de España va a ser suya. No puede dejar que ahora que parece se inicia una nueva luz, sean los oponentes quienes pongan el alumbrado. La sociedad sigue ciega y anonadada en disquisiciones entre monarquía y república. El sucio bastón del mando la conduce. El espejo se resquebraja y se hace añicos espontáneamente. Le habrá dado “un aire” decían los abuelos, pero ha sido una decisión numantínica, habiendo preferido romperse, ante que doblegarse a reflejar la imagen totalitaria que se avecina.
Se levantó temprano. A las nueve de la mañana cuando abrió el comercio, fue el primero en entrar. Compró un espejo de moderadas dimensiones y precioso marco. Se lo regaló a su amigo ciego, porque sabía que para él representaba la eterna esperanza de ver en el mismo reflejada su imagen.
Reunió a toda la familia y amigos. Juntos se fueron hacia el Colegio electoral. Votaron unánimemente. Había que dar paso a personas diferentes que estuvieran fuera de ese estado ciego al que llevan el resentimiento, la envidia y sobre todo el odio. Compró en el bazar un espejo de medidas que llevaba anotadas. ¿Para qué? le dijeron. Para reponer aquel que se hizo añicos, porque este tengo la certera esperanza que en él se reflejaran rostros liberales y democráticos. La utopía es totalmente deseable... y posible.