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Sábado 20/04/2024  

Sindéresis

Dibuja un árbol

Nos dio el papel y el papel nos dio la cultura. Nos dio el poder de flotar sobre las aguas mansas o tempestuosas.

Publicado: 20/06/2021 ·
21:23
· Actualizado: 20/06/2021 · 21:23
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Autor

Juan González Mesa

Juan González Mesa se define como escritor profesional, columnista aficionado, guionista mercenario

Sindéresis

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Algunos siguen vivos y se abrieron desde la tierra cuando el ser humano aún miraba impotente los ríos, devanándose los sesos en busca del modo de dominar sus cauces. Hay árboles más viejos que la Esfinge, sí. Los declaramos, en masa, reservas de la Biosfera e incluso Patrimonio de la humanidad, como si eso los protegiera de la propia humanidad, como si eso pudiese abarcar la singularidad vital de uno solo.

Hay que ver, y mirar, a los árboles como animales quietos, longevos, vetustos, casa de otros animales, diez veces más generosos que las ballenas que sustentan a lampreas y percebes durante el suspiro que dura sus vidas. En cualquier conflicto que se te ocurra, el árbol llegó antes, y si lo hizo después, fue por un buen motivo. Remueven con paciencia el cemento que cargamos sobre sus rodillas; esas grietas en las aceras no son más que el síntoma de nuestra estupidez. Intentamos talarles raíces para que no estropeen nuestro suelo, porque en el fondo pensamos que los podemos mermar o intimidar sin arrancarlos. ¿Qué pensará un árbol cuando mira a un jardinero?

Dibuja un árbol, nos dicen cuando quieren adivinar nuestros principios y finales. Si bosquejas muchas raíces eres alguien con apego familiar y padres presentes, como si el árbol, en sí, no fuera algo que nos pudiese marcar e impactar, que pudiésemos reverenciar desde una orfandad triste; como si la gente de familia compacta no pudiera verlos como paisaje despreciable. Como si el dibujo fuese una ofrenda a nosotros mismos, y no al árbol. Como si no fuésemos capaces de dibujar cien árboles distintos.

Dibuja una casa, nos dicen. ¿Qué sucede cuando dibujas una casa en un árbol?

Imagina a un árbol como un sacerdote del dios sol. Atesora la materia inerte, incomestible, y usa el poder de la luz para transformarla en alimento. El ser humano no inventó el fuego; sacrificó un árbol en la noche para que ese heraldo del sol espantara a los demonios. Aquel primer árbol ardiente, atacado por un rayo, gritó a través de los pájaros que huían de sus ramas e, incluso en la muerte, nos dio vida, o la esperanza de la vida; calor, un perímetro seguro y nuestra primera arma bioquímica.

Nos dio el papel y el papel nos dio la cultura. Nos dio el poder de flotar sobre las aguas mansas o tempestuosas. Nos dio el asta de lanzas y flechas. Nos catapultó a nuestras primeras victoria y derrotas tribales. Nos miró ejecutar el mal, sin poder hacer nada excepto crecer, respirar nuestro vaho y devolvernos respiración pura. Nos amamantó de certidumbre, salud y conocimiento escrito, y de fruta y frutos secos.

Nos regaló flores a cambio de nada. Caucho, corcho, ámbar de sangre.

Proyecta tu urbe, pero mira bien a los árboles cuando lo hagas; mira sus nudos como si fuesen ojos de tortuga, y presenta el respeto de las mascotas a sus dueños. Haz lo que tengas que hacer, pero míralos, sostenles el duelo y, antes de acabar el plano lleno de líneas rectas inmisericordes, saca un folio, piensa en ti, y dibuja un árbol.

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