uno de los grandes fenómenos de la sociedad de consumo de masas de la última década es el "revival", la recuperación o reinvención de productos y modas del pasado. Hay varias teorías al respecto: la que lo entiende como una necesidad -para disfrutar de nuevo de aquello que sólo apreciamos fugazmente en su origen-, la que lo entiende como un negocio generacional -los que vivieron el fenómeno en su momento tienen ahora mayor poder adquisitivo para adquirir aquellos productos que no estaban a su alcance entonces-, o la que lo concibe como un reflejo del vacío de ideas originales y de nuevas contribuciones a esa misma sociedad de consumo. Gracias al "revival" ha vuelto la afición por la Copla, Madonna recurre a samplers de Abba y Jennifer López a La Lambada, Margaret Astor ha visto el cielo abierto este verano dando salida a millones de pinta uñas de todos los colores, Casio ni se cree lo de sus digitales de metal, Simon & Garfunkel ponen en el número 1 su recopilatorio de grandes éxitos y Miliki los de Los Payasos de la tele gracias a que sus espectadores de hace treinta años le compran sus discos para que los disfruten ahora sus hijos, la radio-fórmula ha redescubierto los noventa para rellenar el vacío actual de artistas y temas de calidad, y Hollywood ha hecho del "remake" una necesidad desde la que alimentar su entrega esclavizada a los efectos digitales.
Vivimos en la era de internet, en plena ebullición de las redes sociales, más interconectados que en toda la historia de la humanidad, pero en vez de ser consecuentes y seguir instalados en el futuro, somos incapaces de renunciar al pasado; es más, el futuro se ha convertido en el mejor aliado para recuperarlo: películas, discos, libros, colecciones, ropa vintage…, todo perdido en el tiempo, en la memoria, a lo sumo en casetes o en las fotos degradadas de un álbum familiar, está ahora al alcance de nuestra mano, de una búsqueda y un click, y con el valor añadido del reencuentro, de la revitalización de las emociones o del mero capricho insatisfecho.
En ocasiones no nos basta con recuperar esas piezas selectas del pasado, sino que se toman como inspiración para satisfacer nuevas necesidades de consumo. Una premisa bajo la que J.J. Abrams ha dado forma a su nueva película "Super 8", un explícito homenaje al universo cinematográfico de Steven Spielberg -productor a su vez de la película- y un tributo a cuantos crecieron durante los ochenta al amparo de los proyectos en los que el mismo Spielberg estuvo implicado -desde su ET y Indiana Jones, a Los Goonies, la saga de Regreso al futuro, Gremlins, Exploradores…-. De hecho, y pese a la relevante presencia de un plantel infantil, Super 8 no está dirigida al público infantil, sino a los que hicieron suyas las aventuras, fantasías y temores de las historias alentadas por el "rey Midas de Hollywood" hace ya tres décadas.
El resultado, en cualquier caso, es irregular. La película de Abrams está plagada de buenas intenciones, tanto de cara a los que forman parte de su propia generación, como al propio Spielberg, pero su guión carece de la honestidad y sentido del humor de las películas a las que pretende aludir, y aunque aporta buenas maneras, le falta la pericia técnica y narrativa presente en el cine de Spielberg desde sus primeros trabajos. El creador de Perdidos ha recuperado la pequeña ciudad residencial de ET, incluso el vacío familiar de algunos de sus protagonistas, la integridad del sheriff Brody de Tiburón para crear al agente protagonista, el suspense ligado a la retardada aparición del monstruo -como también ocurría en Tiburón-, el caos bélico de La guerra de los mundos, la fascinación ciudadana ante la maravilla de una nace espacial de Encuentros en la tercera fase y hasta hace del título (Súper 8) una alusión directa al primer trabajo amateur del creador de La lista de Schindler. Pero más allá de las referencias visuales y argumentales, la película deja poco margen a la sorpresa, a la fascinación, suplantadas aquí por una mera asociación de ideas, buenos efectos especiales y, eso sí, un reparto tan competente como desconocido -faceta que también exploró Spielberg en ET o El color púrpura-. Al final, obviamente, queda una irreductible verdad: ya no somos los niños que fuimos, ni volveremos a serlo; a lo sumo, tendremos Facebook para intentar localizar a nuestros compañeros de clase o a nuestras primeras novias. Lo dicho, el futuro al servicio del pasado.
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J.J. Abrams no es Steven Spielberg... todavía
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