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Un soneto

Un soneto no es fácil ni en el ritmo de acentos ni en la rima

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Es una estrofa difícil, quizá la más complicada, pero ninguna tan armoniosa, tan llena de resonancias, tan completa. En ella cabe todo un mundo, imaginativo o simbólico, puesto a la contemplación del alma. Sus contenidos pueden ser amorosos, místicos, descriptivos del paisaje, narrador de glorias o confidente del sentimiento. Todo tema, hermoso o dramático, puede encontrar cobijo bajo su cúpula airosa y llena de luz. Me aficioné a él cuando leí a Dámaso Alonso en su Ciprés de Silos; fue en mis años de gramático y es un hermoso ciprés eternizado en el joyero de catorce versos que deslumbró mis ojos.

Muchos lo intentan y pocos llegan a la altura deseable: son dos cuartetos y dos tercetos endecasílabos como tubos de órgano que abren su inspiración a las bóvedas del alma. Un soneto no es fácil ni en el ritmo de acentos ni en la rima, que supone un desafío noble de noble aspiración en donde se define al hombre. Yo junto un libro de sonetos, ya son cien como Neruda, más bien atesorando como mi paisano Fray Luis, a ratos perdidos pero con dedicación. Estas obrecillas que se me cayeron de las manos, dice él y yo no oso emularlo. Un soneto es un argumento colocado y medido.

Lo primero del intento es buen dominio del lenguaje; necesita precisión, variedad de vocablos, frases de contenido con medida justa, llegando sin pasarse y componiendo la melodía interior de cada una. No, no es fácil, no es baladí la obra porque se trata de armonizar el noble corazón con el oído noble. A Lope le mandó Violante escribir uno por capricho y él nos inventa cómo lo hizo para dejar sentado cómo debe hacerse en buena traza. Es de taller como un modelo. Soneto famoso en el campo literario por cuyo ingenio hemos pasado estudiantes o aficionados.

La Preceptiva educa el oído y sirve en refinada copa el dulce sentimiento. Da pena ahora la versificación callejera fluyente como máquina de fideos y repetitiva cual monorrimo antiguo. Eso, hemos vuelto al comienzo pero sin volver, porque ahora somos infantiles en las formas y en el sentimiento. Algunos se empeñan en valorar el arte de rincones marginales por no decidirse a condenar un mundo de trapicheo, de toma y trae, de poseer cosas por encima del humanismo. No va mejor, el hombre avanza en el utilitarismo como esclavo pagado, pero lejos de tonos y emociones. Hasta los esclavos griegos eran autores y, después de moler enganchado como cabestro, Plauto componía comedia.

¿Quién tiene idea seria de un soneto? Pocos serán capaces de ponerse sin más. O una lira, una quintilla, al menos un romance. La cultura clásica está dejada para nuestro mal porque no ha sido sustituida. El lenguaje sirve sólo para un negocio o en rincones de marginación. Expresar sentimientos con arte, decir me caes bien con gracia o te quiero con donaire trascendido se ha pasado de moda. Todo es producir, rendir, alcanzar niveles. Dar órdenes, rendir cuentas. Juzgar o condenar. ¿Para cuándo emocionarse con el amigo, con lo bello, con la verdad? El lenguaje, el habla, las palabras están al servicio de un utilitarismo ignorante que destierra el verso. Se rapea sólo en protesta grotesca cuajada en nuestras aulas, y sin embargo a una mujer sigue gustando la armonía de acentos en una frase bella, nada mojigata, que chorree mieles como postre de abuela. Y el hombre se esponja en la estética. Para eso existe una estrofa italiana, que perfeccionó Petrarca y aprendió Garcilaso, ese poeta soldado diestro en lances amorosos en la corte de Castilla. Son catorce versos y otra época.

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