Nunca envidié a los monarcas, porque desde que tienen uso de razón firman una especie de cadena perpetua de imposible indulto. Es cierto que no deben preocuparse por la hipoteca y que tienen pagado de por vida el recibo de la luz. También que tienen ocasión de conocer mundo y hospedarse en las mejores mansiones. Pero no lo es menos el hecho de que a cambio de esas prebendas están obligados a renunciar al concepto de la privacidad de la que disfrutamos el común de los mortales. Por eso el Rey no puede resbalarse, y mucho menos irse hasta el sur de África a pegarse la real castaña.
El patinazo alcanza aún mayor envergadura si se tienen en cuenta un par de consideraciones. En primer lugar, a nadie escapa que las presuntas irregularidades cometidas por Iñaki Urdangarín en sus negocios particulares han venido a erosionar -y con razón- la imagen pública de la Corona. Pero además, el batacazo real coincide con una semana en la que ha planeado sobre España la sombra de la intervención justo al tiempo en que el mayor de los nietos del Rey convalecía en un hospital víctima de la irresponsabilidad de su propio padre. Era difícil encontrar un peor momento para marcharse de safari.
El país no está para bromas, ni para alimentar estériles debates que no llevan a ninguna parte, sino para que desde el primero hasta el último de los españoles arrimen el hombro para tratar de salvar todo aquello cuanto sea posible. Cuando quienes deben mostrar una actitud ejemplar no lo hacen, se hace casi imposible reclamar esfuerzos a aquellos que sufren en sus carnes los efectos de la crisis.