Es sabido que la poesía une a todos en su desvelo por hallar el hueco exacto de cada palabra. El diálogo que establece con el receptor es la manera de encontrar, entre interlocutores distintos, lo propio y lo ajeno. En cada pregunta habrá un verso con una respuesta divergente y, en cada lector, habrá una réplica que sepa a testimonio íntimo.
Y, precisamente, en “El paso que se habita” (Chamán Ediciones. Albacete, 2018) de Esther Peñas, puede hallarse esa necesaria atalaya desde donde contemplar el horizonte infinito que propone la lírica. En él y en ella hay una concepción del sentido que llega hasta loslímitesmás cercanos e inteligibles.
Es esta la cuarta entrega de la autora madrileña (1975) yla sonora premeditación con la que va cristalizándose la perspectiva de su escritura, revelael porqué de una dicha efímera, en ocasiones, visionaria. El yopretende refundar un destino que alcance lo sagrado y resista ese larga peregrinación que implica ser humano y vulnerable: “No queda otra salva que adentrarse/ en la tormenta,/ pasar la noche en ella,/ beber su estirpe, no existe otro camino que lavarse/ el corazón con el grito,/ dejar que se seque a la intemperie,/ no hay otra paz que el alimento del desánimo/ ni pestillo que aleje el desastre”.
Entiende Esther Peñas que el tiempo es una verdad afianzada en las deshoras, que muchos de los instantes por vivir son tan sólo soledad. Mas desde la metafísica de su propio asombro reclama lo sentimental y lo trágico, lo amargo y lo dichoso. Partiendo de una representación que incide en la reciprocidad del verbo, van surgiendo a lo largo de estas páginas metáforas torrenciales, intensas revelaciones que convocan todo aquello que nombran los años.
La renovada contemplación de los escenarios evocados alientauna amatoria complicidad frente al hecho mismo de la creación. Los versos fluyen como alegoría de lo vivido, de lo transitado: “El paso que se habita/ y agradece tenerse a sí,/ tan desamparado ya sin el dios/ que arde en lo público (…) Este paso que arrastra sombra/ y va mudo en su canto,/ va mudo en el estribo de su empeño,/ acaso le empuje la inercia del milagro,/ el paso por el paso,/ sin que sangre ni le falte aire/ porque hay un paso que amanece/ sabiéndose paso, al margen de la dicha/ o linaje”.
Sabedora de que el poema es afirmación, que el lenguaje perdura como tal y renace al hilo de misma historia, la autora consuma su anhelo y exhala desde su sensorial rebeldía un discurso que descifra la materialidad más inmediata. Sus textos se convierten en catarsis mediante la cual asumir una conciencia destejida de las trampas del espacio interior. No en vano, escribe en su pórtico: “Tú, que soy yo (o viceversa) en sintonía de vínculos y raíces, sabes que todo esto es verdad y así nos cumple”.
Un afán, al cabo, que no es sino pretensión de descifrar el ulterior enigma de su propia existencia. El mismo que atrapara en su abismo a Paul Celan y el cual también dejase trazado tiempo atrás en su decir: “Tan sólo al desertar soy fiel./ Yo soy tú cuando soy yo”.
Poemario, pues, de largo alcance, derramado en sus promesas, solidario en sus secretos: ”Abre los ojos y ve lo que queda más allá de cuanto cabe en ellos”.