"
Lo más atroz de las cosas malas de la gente mala es el silencio de la gente buena".
Mahatma Ghandi.
Explicar a las nuevas generaciones el gris intenso social que se palpaba en la sociedad en
los últimos años del franquismo a cuentas de la limitación de libertades y qué significó la transición no resulta tarea fácil, mucho menos intentar hacerlo sin parecer abuelo cebolleta relatando batallas ante chicos cuyo mundo se cuadricula dentro de las pantallas de sus móviles. Cómo explicarles el frío que provoca el peligro o el vacío que deja el miedo o la impotencia, para eso quizás solo queden esos mismos libros que no leen y que tan necesarios resultan para entender. Uno, que siendo muy niño vio como la Guardia Civil de madrugaba se llevaba a su hermano preso por pertenencia a partido ilegal y que justo entonces cruzó la mirada en el cuarto donde cohabitaban con los pósters de Beltror Brecht o del Ché entendiendo entonces lo que aquellos señores tan serios hacían allí, empezó a cuestionarse las diferencias ideológicas entre ser de izquierdas o ser de derechas con el sonido del llanto del padre al fondo porque a su joven hijo se lo habían llevado esposado por pensar distinto -y cuarenta años después sigo midiendo las diferencias entre ser de izquierdas, o lo que sea eso, o de derechas, lo que venga siendo...-. Porque la democracia lo que nos trajo era la posibilidad de pensar libres, de expresarlo. Aquel apresamiento duró solo unos pocos días porque la dictadura, con Franco muerto, languidecía, pero el ejército aún se mantenía en la idea de manejar el poder político y solo unos años más tarde Tejero asaltó el Congreso en un episodio cuya imagen fija tenemos guardada en la retina porque la España encorsetada por los militares se soltaba y la derecha más rancia y bruta sacaba los tanques a la calle para volver a acorralarla. Aquella noche muchos políticos, artistas, escritores, periodistas temieron por sus vidas y buena parte del pueblo y la juventud temieron ver truncadas las esperanzas del cambio. Se sabía de dónde veníamos y lo que habíamos empezado a conseguir.
La generación joven de corte revolucionario que sabía por lo que luchaba, una gran parte que se ubicaba entre la reconocida izquierda de la pana, el puño y el tabaco negro y la otra más minoritaria del abrigo verde
loden y la gomina: los eternos bandos en una España en la que cantaba Jarcha su
Libertad sin ira. Oteándola desde la altura que otorgan cuatro décadas de disputas variadas entre esta izquierda, o lo que venga siendo en manos de Iglesias o del tal Echenique, y esta derecha no se sabe si de Casado o Abascal -o Bárcenas-, uno mira las revueltas en la calle a cuentas del rapero niñato y sus infames alegatos, el trasfondo político que siempre hay detrás de todo movimiento con este calado, el maldito 8M a la vuelta de la esquina y la efemérides de Tejero en medio de la transición y se pregunta qué cosas se han hecho bien y cuántas otras mal. De las peores quizás el vacío ideológico que anida en las nuevas generaciones, en general, y de él el efecto llamada al populismo más básico que encuentra en Podemos y Vox sus máximos exponentes e igual que Abascal atacaba a la
"derechita cobarde" -PP y Cs- por no actuar con dureza en defensa de la unidad nacional, o lo que eso sea, Podemos hincó el colmillo a
"la izquierda tradicional" -PSOE- por ser
"demasiado conservadora" frente a la austeridad. Fernández Albertos asegura rotundo en su libro
Antisistemas que Vox y Podemos son dos fenómenos paralelos:
"Los dos surgen con una aspiración de representar a una parte de la población que se siente desatendida del espectro ideológico". Podemos hablaba de casta, Vox del anti español. Y ambos, en esa tendencia suya, tienen la tentación de tomar las calles y hacer ruido, hacerse notar, expresar su desacuerdo con el mundo en general, destrozar aquello que encuentran a su paso, el motivo da un poco igual y ahora se usa al niñato rapero y ondean la siempre recurrente libertad de expresión como si eso significara barra libre. Cuánto despropósito en cuatro décadas se ha hecho por presuntos libertarios endosándole a la palabra libertad por la que tantos lucharon, y murieron, adjetivos interesados: de expresión, sindical, digital, condicional, de cátedra, de conciencia, de movimiento, de paso, de prensa...
La noche de los cristales rotos tuvo lugar el 9 de noviembre de 1938 y en ella sucedieron en países como Alemania o Austria un movimiento combinado diseñado contra el pueblo judío, con linchamientos, apaleamientos, muertes, robos de comercios, pogromos en toda regla dirigidos en la sombra por el gobierno nazi y ejecutados por los servicios de seguridad y colectivos de población hitlerianos. El resto de la población no quiso ni mirar por las ventanas qué estaba ocurriendo ante el ruido de los cristales de los escaparates de las tiendas judías. Esta opción cobarde y ciega de sentirse ajeno a lo que ocurre fuera les llevó a los alemanes a sufrir todo lo que les vino hasta la caída del telón de acero el 27 de junio de 1989. No hay mayor peligro para un pueblo que estar ciego e impasible ante estrategias políticas que ponen en peligro la convivencia.
Los disturbios de Barcelona y Madrid no se puede pensar que son casuales, ni quedarnos en la lectura superficial de que obedecen a bandas organizadas de jóvenes vándalos y de ultras de izquierda. No hay duda que desde algún sitio hay organizadores, y no precisamente han de ser jóvenes, que pretenden desestabilizar nuestro sistema democrático, aprovechándose del caldo de cultivo de la situación de la juventud y del hartazgo social provocado por la pandemia. Unos jóvenes que hemos educado en la cultura del ocio y del buen vivir y que, además, es la generación mejor preparada de la historia, pese a lo cual sufre un paro del 40,7 por ciento y los que trabajan en un 60
pc son con contratos temporales. El sueldo anual medio de los de menos de 35 está entre 8.000 y 16.000 euros y sólo un 39 de los menores de 29 años viven emancipados. Una juventud que no puede ni plantearse formar una familia, con el peso demoledor de tener un futuro incierto y un modelo de vida inalcanzable. Jóvenes que no conocen otro sistema político que la democracia y culpan de sus problemas a los políticos sin remota idea ni prisma de cómo se vive bajo una dictadura, creyendo que la democracia y la libertad les oprime. Según el barómetro del CIS de este mes, uno de cada cinco menores de 24 años responde que "
en algunas circunstancias un régimen autoritario es mejor a la democracia" -casi un 10
pc- o que "
para gente como yo, da igual un régimen u otro" -un 12,2-. Descorazonadores resultados que nos obligaría a analizar qué se está haciendo mal. Pero, sobre todo, resulta un aviso a navegantes porque con todo ello el terreno está abonado para quienes tienen interés en romper el sistema político y con la ayuda de las redes moviliza de forma rápida y organizada a cientos de jóvenes, que ni tan siquiera saben la verdad que hay detrás de quienes les mueven. Todo ello en medio de un escenario de permanente y dura confrontación política, aderezado por los movimientos populistas de extrema izquierda y extrema derecha que persiguen infundir en la población odio contra los de enfrente e ira contra quienes nos gobiernan para, de este modo, conseguir el cambio de sistema político; vemos las calles de Barcelona llenas de cristales rotos, comentamos qué barbaridad, pero seguimos cenando impasibles porque la cosa no va con nosotros sin detenernos a pensar que nuestra democracia corre peligro y que sólo y exclusivamente depende de cada uno de nosotros no dejarnos llevar por quienes tienen diseñado a donde quieren que vayamos. Nos pasó hace un año con el Covid, lo que ocurría en Wuhan quedaba lejos, no iba con nosotros. Y esta mascarilla eterna es el recuerdo de aquel enorme error.