Comencé a contar primaveras y me encontré con la suya. Marzo de 1959. A Lord Byron lo enamoró la tez morena, el ovalado rostro, la mirada de hembra de unos ojos de ensueño, y sobre todo el pelo y la enorme trenza que con ellos se hacían las mujeres gaditanas. Así era ella. Gaditana. Del núcleo de la catedral. Más castiza imposible. Y así la conocí. Negro traje y negro abrigo, porque había una ausencia en el recuerdo. Prosodia castellana - de colegio de huérfanos de la capital de España - con “quejío” andaluz hacían de su voz un efluvio de sonidos de timbre tan suave como el gorgoteo de una fuente encantada. Belleza y elegancia, sobreelevadas por un precioso zapato de tacón.
A aquella primavera citada, yo le saqué el mayor porcentaje de felicidad que he vivido. El suelo carecía de solidez, era como una malla por la que caminaba a saltos de júbilo. El aire tenía aroma de golosina para unos pulmones que vivían un dulce amanecer. El corazón tenía el ritmo apresurado que acompaña al enamorado. El alma se forjó un mundo de ilusión y encanto en el que sólo había cabida para dos personas, hombre y mujer a los que el amor debía unir. Ocurrió. Recuerdo con nostalgia una luminosidad en las corolas de las flores que nunca más he vuelto a notar.
Va a terminar esta última primavera. Año 2020. Entre ambas estaciones el largo camino de la vida, complejo, cromático en ocasiones, lúgubre ante las sepulturas. Con aciertos que se olvidan con más facilidad que las lentes de un investigador y con errores que hacen amistad crónica y no se separan jamás de tu existencia. Pero ella, mi profesión y mis hijos eran la trinidad - que al igual que la Divina - jamás debemos apartar de nuestras vidas.
Esta primavera en el ocaso de mi vida era inimaginable, pero se ha hecho realidad. La hemos pasado aquella niña gaditana y yo, recluidos en nuestro cuarto de estar, ahora transformado en celda de castigo, donde ni siquiera los hijos podían acercarse y sólo a través de ventanales y rejas podíamos observarlos. Sentados frente a un televisor de información altamente engañosa, enfrentamientos insultantes entre aquellos de los que esperan soluciones y programas que no son como se quiere indicar “basuras” sino que están bien dirigidos para tronchar todo tipo de valores que puedan enaltecer la calidad humana, haciendo de submediocres, figuras de barro con pedestal desprovisto de alma, vendida a buen precio a las cadenas televisivas. Sólo nos quedaban - porque es imposible de hurtar - los gestos y las miradas que sustituían a unas caricias que ahora se veían con el mismo estupor que el tridente de un demonio. El miedo a morir en las condiciones que han acompañado a los pobres ancianos producía escalofrío y pánico, como nunca antes habíamos sentido. Mi experiencia médica insistía en que el grosor de los errores alcanzaron tanta importancia como volumen.
Culpables. Sí, los hay. Los primeros los que expandieron la pandemia, los orientales, que con su parecer totalitario, informaron y tomaron medidas arbitrarias y escasamente fiables. Después los gobiernos de naciones más desarrolladas, que creyeron tener el armamento suficiente para destruir de un sólo golpe cualquier crecimiento viral. No estuvo tampoco a la altura que cabía esperar nuestro gobierno. Se equivocaron. Deben de reconocerlo. Los engañaron. Deben de reconocerlo. Fueron soberbios y altaneros. Deben reconocerlo. Despreciaron la ayuda e ideas que podían proporcionarles los grupos opositores a los que respaldaban la mitad de la población de este país. No fueron la representación de todos los españoles. España de izquierda y derecha. La primera como siempre demuestra que sus mejores argumentos los tiene en la calle, las ideas revolucionarias, las consignas reivindicativas y las presencias en medios visuales, algunas veces insufribles y demagógicas. Los segundo son nulos en estas actuaciones y quizás su fuerza está en una mejor capacidad administradora y una diferente interpretación de la economía, que no siempre tiene que ser de distribución de la pobreza.
Mientras tanto y ahora que empezamos a librarnos de la terrible pandemia, el pueblo español sigue pensando para cuándo el acuerdo/fusión de ambos extremos, que podría dar lugar a un ser humano bastante más eficaz. Pero la primavera política no existe, o al menos sus flores han sido sustituidas por el resentimiento, la envidia o el odio que han conseguido ensombrecer completamente aquel colorido que nos hizo tener recuerdos tan bellos.