Octubre ha terminado vistiéndose de absurdas máscaras, sin más tradición en nuestro país que la que intentan por todos los medios posibles infundirle nuestros progresistas poderes públicos. Si en la vida política y gubernamental se ha oído con demasiada insistencia el vocablo “frankenstein”, no ha sido relacionándolo con la belleza, sino más bien con una primera máscara de unificada fealdad. El Halloween se encarga de poner una segunda carátula. El Covid19 nos lleva a la tercera y hay una cuarta que se adhiere al rostro de todo aquel que llega a ostentar un cargo o puesto en la sociedad, para el que no está preparado, ni ha demostrado valía. Cubierto por este cuádruple revestimiento, no es de extrañar la insuficiencia vital que sufrimos.
Noviembre siempre fue distinto. Un mes que comienza festejando a todos los santos, es decir seres puros y limpios de toda culpa y al día siguiente recuerda a las personas más queridas que ya no se relacionan con nosotros, nos lleva a pensar en una trílogía deductiva: religión, amor, poesía. Por que como decía el poeta sevillano Becquer, religión es amor y porque es amor, es poesía.
Un empecinado daltonismo tradicional no nos ha dejado ver que la santidad tiene colores diferentes a los hasta ahora conocidos. No sólo hay santidad entre los que habitan los muros eclesiásticos. Hay vidas silenciadas y vidas silenciosas a las que la hornacina de un Templo debiera genuflexionarse, pidiéndole que ocupara su espacio. Bombos y platillos aquí no tienen cabida. Son personas pertenecientes a ese mundo del amor, de la entrega, de la responsabilidad y del sentido moral, estético y religioso, que el velo hedonista de falso progreso y certera ignorancia, intenta opacificar.
El instinto de conservación tan necesario, nos ciega si actúa independientemente. Tiene que ir acompañado de la razón o conocimiento para comprender - y saber sufrir - que la vida corporal tiene un límite, que hemos denominado muerte. La esencia del Ser humano está fuera de esta realidad. El espíritu - el alma y sus potencias - indivisible e intransferible, sigue un camino, donde el concepto muerte es desconocido y la vida se presenta bajo el signo de eternidad. No ocurre así con nuestro cuerpo cuyos órganos pueden pasar a ocupar el espacio vital de otro individuo - trasplante - sin modificar por ello su carácter y formas de actuación. La ciencia nos ha demostrado que el corazón no tiene sensibilidad ni sentimientos. Su automatismo, sí es digno de admiración.
El día de los difuntos con flores que nacieron en primavera, nos dirigimos a los Camposantos, para homenajear y reverenciar a esos cuerpos que fueron la envoltura de nuestros seres queridos y que la evolución transforma en un pequeño acumulo de ceniza. Es el día que nos esforzamos en darle belleza a sus nichos y es el día en que también uno no comprende por qué hasta en las sepulturas, queremos ser diferentes y superiores. Lo cierto es que así se hizo siempre y la tradición cubre con generosidad la crudeza que esta exposición pudiera originar. Pero, aunque nos opongamos a su crecida - cada vez mayor en número - la incineración, no debemos criticarla y abre paso a un futuro que está aquí, ya.
Recordar que la separación del cuerpo del alma puede ocurrir en cualquier momento de nuestra existencia, es algo que nos debería llevar a pensar en ello, al menos algunos minutos de cada día. Si existe la alegría y la tristeza, el gozo y el sufrimiento, debemos estar preparados para todos ellos, porque todos ellos pueden sorprendernos. Hoy la referencia es la muerte. Es entonces cuando se desprenden de las ocultas estanterías del alma sentimientos que hacen que las madres heridas de dolor puedan perecer, que la amada pierda la ilusión por la vida, que el hombre pierda el valor que en otras circunstancias se le ha atribuido y el niño su inocencia. Pero el hueco de la resiliencia, zanjado con la fuerza de la fe, tiene en esas situaciones tristes que llevarnos a recordar que hemos perdido el continente, pero no el contenido. La piedad, ni vence, ni convence. El engaño muere con la muerte. Al creador, en su momento, le será fácil reponer el cuerpo - el continente -. Será la hora del reencuentro y el abrazo.
Si Noviembre nos hiciera capaz de conseguir lo expuesto y darnos a la par la oportunidad de olvidar las máscaras, descubriendo los verdaderos rostros, el dolor y la tristeza cabalgarían a lomos de una esperanza con visos de certeza y el pueblo viviría una igualdad democrática, desprendiéndose para siempre de inútiles dictadores de salón.