Cruzando el ecuador de la competición, en Cannes sólo una película, Un prophète, del relativamente desconocido Jacques Audiard, parece indispensable en el palmarés, por encima de clásicos como Lee, Chan-wook o Von Trier, cuya máxima gesta ha sido causar indignación con Anticristo.
Un prophète, la única película francesa proyectada hasta el momento, ha conseguido reunir el entusiasmo de crítica y público, con una emocionante ovación en el pase oficial.
Si también consiguiera arrastrar con su fuerza al jurado, otorgaría una nueva Palma de Oro al país anfitrión, que ya ganó el año pasado con La clase, de Laurent Cantet.
Su historia de evolución criminal dentro de los muros de una cárcel mantiene la solidez granítica del director de De latir mi corazón se ha parado (2005), a la que hay que sumar el magnetismo de un primerizo de la actuación: Tahar Rahim.
Todavía quedan, no obstante, las dos películas españolas, Los abrazos rotos y Mapa de los sonidos de Tokio y autores tan dispares como Tarantino y Haneke, que pueden amenazar la ahora indiscutible hegemonía de Audiard.
Huppert, cuyas afinidades artísticas son cuanto menos inquietantes a la vista de su filmografía, podría encontrar empatía con la sordidez mostrada a ritmo exasperante pero sugestivo por el filipino Brillante Mendoza en Kinatay.
Sin embargo, si va a ser de las que disfrutan sacando los pies del tiesto y marcando las distancias entre crítica y jurado, la opción está clara: Anticristo, de Lars Von Trier.
La película del director danés, presentada ayer mismo, ha levantado reacciones verdaderamente airadas, aunque a escasas horas de la proyección, por otro lado, ya se alzaban voces que la califican como título "de culto". Cosas de los festivales.
La neozelandesa Jane Campion optó por la vía del comedimiento para enamorar a los más predispuestos, aunque dejó frío a los más exigentes, quienes, eso sí, no pudieron negarle la orfebrería visual -pese al clasicismo- que crea en Brigh Star, alrededor del poeta romántico John Keats.
Y en esa misma línea de calidad volvió a moverse Ang Lee con su Taking Woodstock, un vistoso, entrañable y, por supuesto, sonoro espectáculo en el que todo encaja con la fluidez y la sutileza habitual de su director.
Él y Ken Loach, con Looking for Eric, son los únicos que, hasta el momento, se han atrevido a crear un cine amable con el espectador y ambos demostraron que eso no tiene que ir en detrimento de la profundidad emocional de sus contenidos. Fish Tank, de Andrea Arnold, no llegaba tan lejos con su cine social pese a su registro más grave.
Un cine de género, como el de Park Chan-wook en Thirst tampoco suele ser del gusto de los paladares de Cannes, pero menos aún cuando su planteamiento, original como siempre, está peor resuelto de lo que el genio coreano acostumbró en su "trilogía de la venganza".
Y hablando de venganza, lo mismo se puede decir de Johnnie To, que con Vengeance se ha acercado a Francia a través de su ídolo Johnny Hallyday, pero su fórmula estética empieza a reclamar un complejo vitamínico, porque está agotada.
Fuera de concurso, se empezó fuerte con la cinta de animación Up, de Disney/Pixar, y se arreció el carisma de Cannes gracias a Francis Ford Coppola, con Tetro, y Alejandro Amenábar, con Ágora.
El cargamento de estrellas, de momento, ha sido poco espectacular. Mónica Bellucci, Sophie Marceau, Tilda Swinton, Rachel Weisz y Paris Hilton son, por el momento, las que más flashes han acaparado, junto a Cantona y Johnny Hallyday. Pero el fenómeno Brangelina previsto para el miércoles promete devolver a la alfombra roja el esplendor que por ley le corresponde.
Y sí. La crisis también ha llegado al festival, pero más allá de las preocupaciones de los magnates del cine, el resto de los mortales comenta que este año Cannes está más transitable y el equipo organizador más relajado, lo que se traduce en que se oyen más "merci" y menos "désolé".