Sin duda es la prenda que tanto abriga y como espacio ocupa en el armario, pero también es la definición humorística y hasta cierto punto despectiva que se aplica al periodista y al escritor. Así se autodefinió Rafael Sánchez Ferlosio, quien tuvo por oficio escribir y cuya muerte ocurrió hace apenas un mes. Inseparable del título que le dio fama, El Jarama es una obra con argumento simple que gira en un momento de la narración con un recurso tan fácil y aprovechado como el de una muerte inesperada. En un principio y debido al descontento de su autor, no se explicaba el éxito. Sin embargo, las críticas y análisis posteriores coincidieron en el lenguaje, cuya sencillez se adapta a la realidad, a lo cotidiano, convirtiéndolo en una herramienta de reflexión por su riqueza y variedad al construir los diálogos. Es el habla de los personajes lo que realmente engancha al lector, que apenas repara en que tiene un libro en las manos.
Son dieciséis las horas que el autor relata de un domingo cualquiera de agosto, en que dos grupos de gente disfrutan de la jornada que los separa del lunes y la vuelta a la rutina. Al atardecer una chica se ahoga en el río. Hasta ese instante el argumento no se altera, sólo discurre llevándonos de un lugar a otro, mordisqueando el avance inevitable del tiempo, retratando lo que se llamó realismo social a través de la forma de hablar de los personajes, la regla que mide y distancia su clase social diferenciando los grupos, individualizando a los personajes que descansan en el lugar, cómo se mueven, qué piensan, de forma que encubre el contenido del argumento, resaltando el paralelismo de las acciones. Y es la tragedia a lo que recurre el autor para hacer brillar la metáfora de la naturaleza a simple vista y del río en concreto como eje de la narración. El Jarama fluye tranquilo por un paraje quieto, ocultando lo que lleva bajo la superficie, dejando escapar lo que importa poco o nada, hasta que la muerte lo convierte en juez y verdugo de la realidad, se dijo, la transformación que nos asegura la identidad del protagonista, una epopeya que termina como empieza, con la descripción minuciosa del curso del río. En el colegio no reparamos en estos detalles, porque El Jarama fue una novela leída por obligación.
Años después, forma parte de nuestra cabecera y volvemos a ella por lo apasionante, por el ejercicio de estilo, porque nos reconforta. Como un plumífero ante el frío.