Son las cinco de la madrugada y Avgusta se despierta sobresaltada por el estruendo de un accidente de coche en la calle. Sus hijos, Andrei, de diecisiete años, y Kateryna, de ocho, duermen en sus habitaciones. Sergiy, su marido, es marinero y está fuera en uno de sus viajes, esta vez en Asia. Avgusta es esteticien, pero hace unos años decidió aparcar temporalmente su trabajo para dedicarse a cuidar a Kateryna ya que, con las largas estancias de Sergiy en el mar, ella está sola con los niños y es difícil conciliar. Viven en Odesa, al suroeste de Ucrania. Odesa es la tercera ciudad más habitada de Ucrania, después de Kiev y Járkov, con algo más de un millón de habitantes. Su salida al mar Negro hace que sea la principal ciudad portuaria del país, y desde allí se exportan sus principales productos a otros territorios. Sergiy se ha dedicado al transporte marítimo toda su vida. Tras ahorrar durante muchos años, el 16 de febrero habían comprado una casa más grande.
Hace años hubo una guerra en la parte oriental de Ucrania y yo había oído historias sobre el miedo que da la guerra – me cuenta Avgusta – pero hablar es una cosa y sentirlo es otraUmca, la gata, también se ha despertado con el fuerte estruendo. Avgusta no está segura de si ha sido un accidente de coche o una explosión de gas y escudriña la calle por la ventana. De pronto, más explosiones. El suelo se vuelve rojo: Avgusta se da cuenta de que son bombas. Kateryna empieza a llorar. «No me lo creía. Aunque en las noticias hablaban del comienzo de una guerra, yo no podía creer que estuviera pasando de verdad».
Al principio, Avgusta se quedó paralizada por el miedo: «No sabía qué hacer. No podía moverme de la cama, consolaba a Kateryna diciéndole que sólo eran aviones. Todo era demasiado fuerte: “¿qué hago, qué hago?” Pensaba. El estupor dio paso al pánico más grandeque jamás he sentido. Me levanté, cogí una bolsa y empecé a guardar a toda prisa la documentación importante y ropa mía y de los niños, mientras llamaba por teléfono a mi madre y a la madre de Sergiy. Nos metimos en el sótano».
Rusia invadió Ucrania el 24 de febrero, una invasión que nadie esperaba y que jamás hubieran imaginado vivir. «Hace años hubo una guerra en la parte oriental de Ucrania y yo había oído historias sobre el miedo que da la guerra – me cuenta Avgusta – pero hablar es una cosa y sentirlo es otra».
Durante dos días, Avgusta no supo qué hacer: «Algunos decían que teníamos que irnos del país, otros que no. No tenía información clara. Estuve dos días con la maleta preparada para hacer algo, pero no sabía qué hacer. Intentaba contactar con Sergiy pero había una diferencia horaria de ocho horas». Sergiy me cuenta que en el barco apenas le llegaba conexión a Internet. Veía en las noticias y en las redes sociales lo que estaba pasando en su país y no daba crédito: «Hasta el último momento pensé que la situación de tensión se iba a resolver, que nuestros líderes podrían comunicarse y solucionar el problema». Cuando entendió que la guerra ya era una realidad y que cada vez estaban bombardeando más ciudades, le dijo a Avgusta: «Tenéis que huir. Coge a los niños y marchaos, no importa a dónde, pero tenéis que huir».
Avgusta llevaba nueve años sin conducir, dejó de hacerlo al quedarse embarazada de Kateryna y después no le había hecho demasiada falta. Pensó en conducir el coche veinte o treinta kilómetros para probar, pero no había tiempo. Metió en las mochilas ropa deportiva, mallas… porque pensaba que tendrían que dormir en el campo o en el bosque.
Llamó a su amiga Galina, que también estaba sola con su hija pequeña y le hizo una propuesta: «Por favor, vámonos juntas a Moldavia, imaginemos que es un viaje de dos semanas, que estamos de vacaciones… Mientras estemos juntas no tendremos miedo».
Y así lo hicieron. Partieron en un coche Avgusta y Galina, con tres niños y con la gata Umca. Cuando llegaron a la frontera con Moldavia, la cola parecía interminable.
«Estuvimos en esa cola un día y medio, había muchas personas en la frontera que se nos acercaban ofreciendo su ayuda, pañales para los bebés, comida, mantas…». A Avgusta se le llenan de lágrimas los ojos recordando esto: «La generosidad me llegaba al corazón».
En Moldavia, todos los hoteles y puntos habilitados para refugiados estaban colapsados por la cantidad de gente que estaba llegando. Los acogió un matrimonio en su casa. «En ese momento y viendo las noticias – me explica Avgusta – comprendí que este viaje no duraría un día, ni dos, ni tres. Teníamos que seguir adelante, porque a Ucrania ya no podríamos volver».
Tampoco quería que de ninguna manera Sergiy volviera a Odesa: «Eso significaba convertirse en soldado. Yo entiendo a los hombres que se quedan a proteger a su patria, pero yo no podía entregarle mi marido a la guerra, teníamos claro que él no podía volver».
Avgusta y su amiga continuaron su camino en el coche, de Moldavia a Rumanía, y de allí a Hungría. «Teníamos que alargar el poco dinero que llevábamos al máximo, ya que justo acabábamos de gastarnos todos nuestros ahorros en la nueva casa. Dormíamos los seis en el coche y parábamos en las gasolineras a lavarnos el pelo y los dientes. Al principio, Umca iba en un bolso especial para mascotas, e intentábamos parar cada rato y sacarla para que hiciera sus necesidades, pero era imposible, se hacía pis en su propio bolso y teníamos que lavarlo en las gasolineras. Al final le colocamos una bandejita de arena en la parte de abajo y los niños subían sus piernas para que Umca pudiera hacer pipí». Umca en ucraniano significa inteligente.
Para alargar el dinero, dormían los cinco en el coche y Umca se paseaba por el pequeño habitáculo dándoles calor. Hubo una noche que la temperatura bajó a -5º y había tramos en los que tuvieron que atravesar zonas montañosas. «La carretera era estrecha y peligrosa y mi coche tenía ruedas para el verano. Yo, que no estaba acostumbrada a conducir, me agarraba al volante nerviosa y muy concentrada, no quería ni poner música ni que me hablaran. Mi amiga sostenía su móvil mirando Google Maps y dándome indicaciones, a la par que me tranquilizaba y me daba confianza, me decía: “tú puedes Avgusta, este es nuestro viaje y seguimos gracias a ti, tú puedes”. Nunca olvidaré esto».
Avgusta intentaba aferrarse en su mente a la felicidad, a recuerdos hermosos, dibujando todo el rato aquella huida como un viaje hacia un destino ilusionante. Recordaba cuando el año anterior habían viajado por Europa en familia y habían estado en España. «Recordaba la playa, el sol… había quedado tan enamorada de España que en el último año había estado aprendiendo por gusto algunas palabras: familia, mamá, papá, pájaro…».
En ese momento, nació el plan en su cabeza: «Si tengo que vivir en otro país, iré a un lugar que me dé alegría al corazón: nos vamos a España». Su amiga y su marido le dijeron que estaba loca: «¡tú que no te atrevías a conducir, y ahora quieres conducir cuatro mil kilómetros en el coche!». Pero Avgusta estaba decidida, ya había ganado confianza al volante y se sentía guiada hacia aquel destino como la llamada interna que deben sentir las golondrinas al migrar, o como los girasoles que orientan su rostro buscando la luz del sol. «Si no tengo dinero viviremos en la playa en un colchón, decía yo, mientras todos me intentaban hacer cambiar de opinión. Pero yo sabía que España era el lugar en el que estaríamos a salvo».
Pasaron once días conduciendo, por su parte, Sergiy también viajaba al encuentro de su familia, a veces acampando en diferentes lugares, avanzando poco a poco.
Finalmente llegaron a España. «La primera parada fue Málaga, donde nos atendió la policía y nos preguntaron si teníamos familia allí o algún lugar a donde ir. Yo les dije que no, que sólo estábamos nosotras dos, tres niños, un gato y un coche sin gasolina. Después nos atendió Cruz Roja, pero no había alojamiento para más refugiados, así que nos acogieron en CEAR. Nos dijeron que nos alojarían en un hotel pero que Umca no podía venir con nosotros. Automáticamente todos los niños empezaron a llorar, “¡Umca también es nuestra familia!”. La traductora, al ver la situación, se ofreció para tener a Umca en su casa durante unos días.
«En Málaga, la gente iba marchando en autobuses a nuevos destinos donde había plazas de asilo. Mi amiga y su hija se quedaron en un piso en Málaga y nosotros marchamos rumbo a Jerez. En la estación nos estaban esperando las trabajadoras de CEAin junto a las traductoras para recibirnos. Me da vergüenza decir que estoy bien, por toda la gente que lo está pasando mal en Ucrania, pero estoy contenta y muy agradecida a las personas de CEAin que me están ayudando aquí: Cristina, Alicia, Maribel, Ruth, Sandra… ellas han hecho mucho más por nosotros que muchas personas en toda mi vida, y no me refiero sólo al dinero o a la casa, me refiero a cada vez que preguntan “¿cómo estás?”. Este verano, por ejemplo, cuando llegamos a 46º en Jerez, vinieron a casa a ver si estábamos bien. Siempre están ahí para ayudarte sin hacer muchas preguntas, entendiendo y respetando nuestros planes y decisiones de vida, acompañando».
Sergiy logró reunirse al fin con su familia después de tres meses. Cuando voy a su casa a hacerles la foto, me invitan a merendar unos deliciosos dulces típicos de Ucrania que han preparado y Kateryna me enseña su libreta de dibujos. «A Kateryna le encanta dibujar durante horas, y le gusta tener a una persona sentada cerca de ella mientras dibuja. También le encantan las manualidades y los puzles» – me cuenta Avgusta.
Kateryna está muy contenta en su nuevo colegio y adora a su profesora. También echa mucho de menos Ucrania y a sus amigos, hace videollamadas con su abuela casi a diario y ella a veces le envía paquetes con sus juguetes, que rescata de la antigua casa. «Nuestra casa aún sigue en pie porque en esa zona ha habido pocos bombardeos, pero no sabemos qué pasará porque hay ciudades muy cerca, a unos cien kilómetros, que han desaparecido por completo».
Ahora se sienten felices aquí, Avgusta dice que las calles adoquinadas de Jerez le recuerdan mucho a las de Odesa. «Ahora sólo deseamos encontrar un trabajo, ser independientes, reconstruir nuestra vida y empezar de nuevo».