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Una vez cada cien años

Hasta el mayor de los mastuerzos puede pasar por una persona mesurada y de criterio con tan sólo mantener la boca cerrada...

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Hasta el mayor de los mastuerzos puede pasar por una persona mesurada y de criterio con tan sólo mantener la boca cerrada. Si sus allegados convienen en que es usted un perfecto idiota y, en atención a tal consideración y como retribución al cariño que les profesa, usted se aviene a aceptar tal título, entonces yerga la cabeza, entorne los ojos y guarde silencio. En tal actitud, no sólo resultará imposible desvelar su secreto sino que habrá incluso quien no dude en interpretar su mirada retadora y su parquedad en palabras como síntoma inequívoco de inteligencia y amplitud de miras. Un bobo que calla resulta indistinguible de un premio Nobel.

La distancia que media entre la simpleza y la genialidad se mide en términos de probabilidad. Imaginemos que un afamado primatólogo revela la existencia en Gibraltar de un mono babuino capaz de articular sonidos al modo que resulta característico en los humanos. Un simio así ya tendría mucho camino recorrido respecto de sus congéneres e, incluso, de algunos de los concejales y alcaldes de la comarca.
Pero éste no es el asunto que aquí nos ocupa, así que volvamos al mono.

Supongamos que el tal primate reprodujera en orden aleatorio y durante un tiempo infinito todos y cada uno de los sonidos que fuese capaz de articular. Un experimento tan improbable permitiría al mono detallar palabra por palabra la exposición kantiana de la Crítica de la razón pura y aseverar, al mismo tiempo y sin azorarse, que dos y dos son cinco. La conclusión es obvia: la probabilidad matemática de que al separar los labios emerja procedente de la laringe una estupidez es idéntica a la de que dejemos una sentencia que la posteridad venerará como ejemplo de sabiduría y ponderación.

Pero una cosa es la probabilidad matemática y otra la grosera realidad cotidiana. La experiencia enseña que, contra lo que establecen los tratados científicos, las genialidades resultan menos frecuentes que las sandeces. ¿Cómo es esto posible? ¿Qué circunstancias concurren para que la exactitud de la ciencia matemática quede en entredicho? ¿Qué variable deja en evidencia la irreprochable formulación científica de que usted y yo somos tan capaces de idear una majadería como de iluminar un pensamiento sensato y apreciable? Es el factor humano, señoras y señores, el factor humano. Si un ingenio cibernético fuese programado para hablar como un individuo de nuestra especie, no tenga duda de que, tal y como prevé la teoría de la probabilidad, produciría memeces y razonamientos brillantes a partes iguales. Nosotros no, amigo, nosotros no. Por eso, deprimido por esta debilidad humana que nos empuja antes al pensamiento vacuo y estéril que a la reflexión genial y admirable, he recordado a Aznar y sus consideraciones acerca del cambio climático, el mundo y sus arcanos.

Es ley de la historia que sólo de tiempo en tiempo, quizá cada cincuenta años, quizá cada cien, descuelle de entre la masa gris e indiferenciada de un país un temperamento coloreado con los tonos del talento y la clarividencia, un espíritu vivo y aventurero, un ser único y providencial que se erige en vigía de la travesía histórica, un coloso de la sensatez que rescata de la tenebrosa ignorancia a sus compatriotas, un faro refulgente que alumbra con determinación el destino que corresponde a cada uno, tal y como haría un acomodador del Cine-Cité.

Pienso en estas cosas, y la presencia de Aznar se me hace cada vez más patente.
Sus palabras, afiladas como un juego de cuchillos de la teletienda, diseccionan la realidad con la precisión del forense; sus reflexiones se detienen morosas y delicadas sobre los acontecimientos de su época con la misma levedad con la que los pies del primer bailarín del Bolshoi se elevan aleteantes y trépidos sobre las tablas del escenario; sus sentencias y reprensiones inflaman los auditorios con idéntica eficacia a la lograda por los últimos estrenos cinematográficos de Indalecia Foxxx, celebérrima estrella del porno patrio.

La verdadera desdicha reside en que ese ser elegido, ese ejemplar selecto e irrepetible, ese individuo predestinado a revelar la verdad a sus contemporáneos sólo nace una vez cada centuria. Pero, como la naturaleza es sabia, para compensar hace nacer el mismo día a un cretino. Y Aznar está convencido de que, de entre los dos, él es el primero.

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