“La dopamina que mueve montañas”: Así titulé una columna que salía publicada, allá por Febrero de dos mil dieciséis. Hablaba de los efectos mágicos del amor en los adolescentes, y de cómo los transformaba cuando eran blancos de las flechas del ´angelito con alas´. Un fragmento de aquella columna decía textualmente,
“Cupido va lanzando flechas indiscriminadamente y a veces, con acierto. Esas dianas que el Dios del amor ha conseguido suministrar a aquellos que estaban más expuestos, hacen que queden desmantelados, (casi de inmediato), de esa aparente depresión crónica. Cupido sin saberlo ha saqueado de un plumazo, (o de un flechazo), la desgana”.
Desde entonces, otras columnas de opinión con temas diversos, han visto la luz. Sin embargo admito que alguna vez, he bromeado con los más cercanos, sobre el deseo de escribir la segunda parte de “
La dopamina…”; aunque con franqueza, pensando que alguna experiencia en primera persona, me transmitiera sensaciones tales, como para acometerla. No sé, quizá la sacudida propia como consecuencia de alguna mariposa instalándose en mi estómago. Sin embargo, el destino siempre antojadizo y maniático, ha preferido llevarme por otro sendero para cumplir ese deseo; concretamente uno jerezano.
La historia se remonta a dos meses atrás. El primer escenario, la habitación de un hospital: aquella que ocupaba Pepe. Hacía tiempo que no lo veía y su aspecto estaba notoriamente desmejorado, tal como ya me habían adelantado. “Demasiado delgado”, pensé. Nada más verle, me percaté de una señora que estaba a su lado, y que deduje casi de inmediato de quien se trataba. Era ese personaje del que me habían hablado;
culpable con rotundidad de la manifiesta e ingente felicidad que Pepe irradiaba de dos años y medio, a esa parte; justo el tiempo que llevaba junto a Gabriela. Sin embargo yo no había tenido el gusto de conocerla hasta ese día. Me encontré a una señora no muy alta, rubia y con sonrisa que yo denomino, ´de serie´. Amable en el trato y de apariencia serena.
En el rato que estuve, él hablaba de cómo se encontraba mientras tomaba la mano de ella. Creo que en menos de media hora de conversación, la expresión,
“Gabriela, ay!., mi Gabriela!”,salió de su boca en al menos tres ocasiones, al tiempo que se dedicaban miradas de enamorados de una intensidad muy superior a las que nos ofrece cualquier oscarizado de la pantalla. Y ésto lo cuento con absoluta contundencia, dado que ellos no eran actores. Con franqueza, me dejaron boquiabierta. Intenté disimular lo atrapada que estaba con aquella historia de amor que estaba contemplando en primera persona. Era fascinante la ternura que se profesaban mutuamente, de manera casi constante. Es obvio que hay miradas y gestos que no necesitan subtítulos: como los que yo estaba presenciando.
Estaba tan absorta con todo lo que ocurría en aquella habitación, que casi sin darme cuenta, Gabriela ya me había apartado para hablar a solas, en el pasillo. Allí me empieza a contar que Pepe había sido un amor de juventud, pero que por circunstancias del destino emprendieron caminos opuestos. En un
cóctel de júbilo, efusividad y claros signos de estar invadida por la dopamina, Gabriela me contaba que Pepe actualmente, era su vida; que daba gracias por haberse cruzado ambos en el camino del otro nuevamente; y muchas, muchísimas cosas más que tienen que ver con el amor en el estado más puro, noble y maduro. Deduje por su modo vehemente al hablar, que dos años y medio atrás, ambos se encontraban en una tempestad llamada soledad, consiguiendo transformarse en el faro del otro. Entendí también que no hubo alevosía; que no habían buscado ´querer sentir´, sino que sintieron sin querer.
Empezaban a ser obvias muchas cosas. Y dado que quien suscribe no había sido partícipe de la historia desde el principio; aclara que le bastó visionar aquel ´trailer´de esa habitación de hospital, para deducir que era una de esas tramas que contienen imágenes que no se apartarán nunca de la memoria.
Mientras Gabriela hablaba, me estaba dando cuenta que los sueños sólo desaparecen si uno los abandona. Los suyos se estaban cumpliendo porque volvían a ser dos enamorados quinceañeros, aunque ahora con unos espectadores de excepción: sus respectivos nietos.
Yo intentaba no perder un ápice de toda la información que aquella señora de tez afable, mirada tierna, y voz tímida, me estaba regalando. Mientras la escuchaba, los imaginaba también tiempo atrás, buscando paz cuando se vieron desprovistos de la compañía de sus respectivos cónyuges. Y no imaginaban que iban a encontrar más que eso; se toparon de bruces con ´las flechas´. Cada uno se dejó atrapar por su particular serendipia. O lo que es lo mismo;por el hallazgo de algo mágico y sorprendente; sin previo aviso y sin haberlo buscado. Aquellos jóvenes que una vez estuvieron enamorados, y que por alguna veleidad del destino tomaron veredas opuestas, se volvieron a encontrar. Pensé entonces que aunque vienen muchos golpes en la vida, algunos son de suerte.
Gabriela en aquel pasillo de hospital recitaba sin parar, anécdotas varias de aquella historia de enamorados. Parecía alguien con un guión aprendido, y con necesidad de exponer. Mientras hablaba de Pepe, sus ojos eran una deflagración de destellos incesantes en todo el rato que estuvo narrando “lo felices que eran, y lo bueno que era él”.
Esas imágenes de amor incondicional y transparente que presencié en ambos, daba que pensar también que nos obcecamos con encontrar a seres con nuestros mismos gustos, cuando lo que hay es que coincidir con personas con las mismas ganas…de amar. Ellos las tenían; muchísimas. Me despedí de Gabriela manifestándole que nada me gustaría más que conocer aquella historia de manera más extensa y detallada, a lo que ella asintió, invitándome a que eso ocurriese en mi siguiente visita.
Hasta la segunda ocasión en la que nos vimos Gabriela y yo, imagino que esa mujer rezó hasta la extenuación para que Pepe se salvara de la situación engorrosa e inoportuna que la vida le había planteado. Sin embargo la llamada nefasta de ´aquel número largo´, acortó la historia: un señor anónimo de bata blanca, informaba sin permiso que la historia de amor tocaba a su fin. Ese alguien que habría hecho lo mismo en multitud de ocasiones, daba semejante noticia sin saber que al otro lado del teléfono, otra persona a su vez, tendría que transmitírselo a Gabriela, a sabiendas casi con toda seguridad, que su esperanza se quedaría en grado evanescente.
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En aquella columna escrita en dos mil dieciséis, también parafraseaba a Oscar Wilde cuando decía que,
“el misterio del amor es más profundo que el misterio de la muerte”.
Era una mañana fría del mes de Diciembre. Ni en el peor de los presagios pensé que volvería a encontrarme con Gabriela en una situación donde ya sólo le quedaba dar sepultura al amor de su vida; al que la había conquistado a su tercera edad, otra vez; a su serendipia; al motor de sus estímulos en estos últimos años; a su faro y su guía.
Nada más entrar en aquella sala, me la encontré sentada frente al cuerpo ya sin vida de Pepe. Pude observar el mismo rostro angelical que ya conocía, pero con la tristeza tatuada en su rostro. Me acerqué a Gabriela, y tras abrazarla, le dediqué unas palabras de condolencias y ánimo, a sabiendas que la crudeza del momento impediría que ello pudiera hacerla sentirse un poco mejor. Me acordé de sus manos entrelazadas a las de Pepe en aquella habitación de hospital, mientras él le dedicaba aquella frase de, “Gabriela, ay!, mi Gabriela”.
El destino no quiso darles una prórroga: o sí. Porque la dolencia de su amado, -(que intuyo, lo estaría acechando ya antes de conocerla)-, quizá le hubiese dado el mismo desenlace, incluso antes. Y es probable, (digo, sólo quizá), que esa dopamina que también atrapaba a Pepe, fuera la que propiciara junto con otros factores, que él se esforzara en resistir ese ´pulso´ durante algunos días más. Y lo haría, entre otras cosas, con el deseo de volver a abrazar a Gabriela; de volver a sentir sus manos unidas a las de ella; así como también para poder dedicarle una de esas miradas que lo dicen todo sin necesidad de verbalizar.
Es cierto que la historia de ambos ha sido breve; pero es innegable que ha sido un cuento con todos los ingredientes de una vivencia que todo ser humano debería experimentar al menos una vez en la vida.
Desde aquí me gustaría decirle Gabriela, que el dolor que supongo no la dejará respirar a veces, quizá sea de alguna manera el peaje por haber conocido a alguien como Pepe: una persona que le devolvió la ilusión al punto de sentirse “una chiquilla de veinte años”, como usted misma me confesó en aquel pasillo; un lugar que aunque frío, fué testigo de una de las historias de amor más bonitas que quien suscribe, ha oído nunca. Les agradezco el honor de haberme ofrecido un asiento de espectadora en primera fila, y haber podido así presenciar algo que no olvidaré nunca, ya que sus protagonistas se han encargado de dejarlo entre nosotros para siempre.
Un orgullo y un placer haber dedicado la segunda parte de
´La dopamina que mueve montañas´ a un romance como éste: a la historia de Gabriela y de Pepe. Un amor que aunque no fue jurado ni prometido frente a un Altar, sólo el misterio de la muerte ha podido interrumpir, aunque no impedir que quede escrito para siempre.
El alma que hablar puede con los ojos, también puede besar con la mirada”. Gustavo A. Bécquer.
A Gabriela y Pepe