Yo tuve la oportunidad de estar en Madrid en 1.966 y asistir a aquella corrida del 15 de mayo, San Isidro, donde Antoñete se las vio -¡y de que manera!- con aquel toro blanco alunarado, caricárdeno, rabicorto y botinero, de la ganadería de Osborne y bautizado como ‘Atrevido’. Fermín Murillo y Victoriano Valencia miraban desde la barrera como el torero del mechón blanco, blanco como el toro, derrochaba arte y temple ante aquel morlaco.
“Este Antoñete esta superior, está por encima del toro. ¡Chico, que manera de torear! ¿No se te cae la baba de admiración? A mí, sí. ¡Ves tú! Esto es diferente, esto no tiene nada que ver con lo que vemos todos los días, con lo adocenado, con lo trivial, con lo grotesco. No es un toreo de ayer, ni de hoy, sino de siempre”. Así escribía en su crónica de la corrida de Las Ventas del 15 de mayo de 1.966 el crítico taurino Antonio Díaz-Cañabate.
El torero de los altibajos, el torero de las idas y venidas, pero el torero que siempre estará en el recuerdo de todos los aficionados porque ha dado muchas tardes de gloria a la Fiesta Nacional.
Hasta última hora ha estado metido en la Fiesta. Ahora, en esta última etapa, colaborando con Manolo Molés en su semanal programa taurino, dejándonos su impronta, sus conocimientos y su amor a la Fiesta. Sobre todo, me encantaba cuando daba concejos a los que empezaban, quizás desde la experiencia de su azarosa vida, anárquica, como a veces era su toreo, y apostillando muchas veces los comentarios de Manolo.
“Con Antoñete desaparece una enciclopedia taurina en la que figuran algunas de las más bellas páginas de un artista iconoclasta, heterodoxo y clásico, contradictorio y fiel a un tiempo, a sus circunstancias, reconocido y venerado por los amantes más exigentes de la tauromaquia”. Suscribo estas palabras de Antonio Lorca en ‘El País’ en su obituario dedicado al torero. Descansa en Paz, Antoñete.